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La legitimación del arte político

Ana Longoni



Revista Brumaria, nº 9
Madrid: verano del 2005
pp. 43 – 51


LECTURAS
a bordo

Grupo Escombros
Objeto inaccesible
2003
Pan, alambre de púas
Medidas variables

LA LEGITIMACIÓN
DEL ARTE POLÍTICO

  

ANA LONGONI

  
Para cualquier observador del arte contemporáneo salta a la vista que en los últimos años existe una tendencia internacional a la legitimación institucional del arte político. Algunas señales: su promoción desde plataformas tan visibles y prestigiosas como las dos últimas Documenta X y XI, la edición de 2003 de la Bienal de Venecia, la Bienal de Berlín de 2004 y muchas otras importantes exposiciones. Coloquios internacionales, muestras, libros, refuerzan un cierto consenso hegemónico en torno a que el arte contemporáneo debe tomar partido ante su circunstancia histórica.

Esa misma tendencia a oficializar el arte político se manifiesta en la Argentina en la abundancia de muestras, envíos internacionales, ediciones, mesas redondas, polémicas, artículos y otras instancias especializadas o masivas que dan cuenta de un renovado interés por tópicos hasta no hace mucho considerados vetustos, definitivamente arcaicos.

Hasta en la feria de galerías Arte BA, solícitamente volcada a satisfacer las demandas del mercado de arte, el arte político sostuvo el año pasado una fuerte presencia. La revista que promocionó la feria editada por el conservador diario La Nación eligió para ilustrar su portada una obra del grupo Escombros, colectivo de acciones callejeras surgido en los años ‘80: un pan envuelto en alambre de púa, metáfora transparente del hambre y las condiciones privativas en las que vive la mayoría. ¿Es —como señaló el sociólogo Carlos López Iglesias en la mesa redonda sobre arte y política que tuvo lugar en la misma feria— una señal de peligro ante el que quedan maniatadas las pretensiones de denuncia de los artistas? ¿Es otra muestra de la inevitable fagocitación de la institución artística que denunciaran las vanguardias, que desde la posguerra y cada vez con mayor avidez y eficacia absorbe cualquier manifestación crítica? Una posición radical al respecto es la del teórico y activista Brian Holmes, colaborador del Bureau d’Etudes (París): “La relación con la política es un argumento que legitima la misma existencia del arte público”, provoca, y redobla la apuesta: “quien habla de política en un marco artístico está mintiendo”.(1)

Es así, aunque señalar únicamente eso sería limitar el ángulo de visión en un proceso que resulta en verdad mucho más complejo y contradictorio. Porque lo cierto es que esta tendencia institucional se nutre de la aparición de numerosos artistas y grupos que se proponen desde hace algunos años articular sus prácticas artísticas con los nuevos movimientos sociales y el naciente activismo antiglobalización. En Argentina, una variedad de iniciativas de grupos de plásticos, músicos, cineastas, poetas, periodistas, se evidenciaron desde fines de los años ‘90 y especialmente a partir de la rebelión popular de diciembre de 2001, cuando se volcaron a intervenir en la revitalizada praxis social. Enumerarlos sería vasto y uniformizaría iniciativas que en verdad son heterogéneas: adoptan desde formatos convencionales, ahora insertos en convocatorias ajenas al circuito artístico —un ejemplo son los cuadros de caballete colgados en una plaza pública en junio de 2003 en apoyo a las obreras de Bruckman, fábrica textil recuperada por sus empleados y desalojada más tarde por la fuerza policial—, hasta propuestas vinculadas al arte de acción o la intervención urbana, inscriptas en escraches,(2) piquetes,(3) asambleas y movilizaciones. Las producciones de los grupos de arte volcados a la acción política circulan en paredes y calles, en la producción de gráfica, la intervención de la ropa de los movilizados o de los códigos institucionales o publicitarios. Lo que las une, en su absoluta diversidad, no es sólo su pretensión de intervención en los procesos sociales sino también su modalidad de organización y producción horizontales. José Fernández Vega propone una lista de lo que tienen en común los nuevos colectivos de arte: “funcionamiento interno por consensos, régimen de ingreso abierto y rotación de sus integrantes […], actividad organizada a partir de proyectos particulares […], acuerdos mínimos, ideal de funcionamiento en red, incluso cooperando con otros grupos. […] Los grupos se distinguen, es cierto, por sus ocupaciones específicas, sus características, su historia, su localización y sus partes integrantes. Pero sus principios son casi idénticos”.(4) Se podría agregar a esta enumeración otro rasgo compartido: la opción por la autoría colectiva y el borramiento de la figura del artista individual, de su “estilo” y su nombre propio, reemplazado por el anonimato o el nombre genérico.

Lo que quiero señalar aquí no se reduce a marcar la tensión entre lo que se produce en la calle y lo que ingresa al museo, sino a pensar en la incomodidad que provoca en muchos de estos grupos y activistas la súbita avidez de curadores, críticos y espacios institucionales (muchos de ellos, históricamente reactivos a cualquier manifestación artística que pusiera en cuestión su status de autonomía o pretendiera una relación crítica en su entorno). El adentro y el afuera de la institución se vive como un dilema o un conflicto, o mejor una escisión (entre lo que se produce para determinada movilización y lo que se presenta en las convocatorias del circuito artístico).

No sólo resulta conflictiva la inscripción de estas prácticas artístico-políticas callejeras en el circuito artístico. A veces surgen tensiones entre el rol que los grupos imaginan para sí y aquello que los sujetos sociales le demandan concretamente (que ilustren determinada consigna, que respondan a cierto modelo de arte político). Algunos de estos colectivos se proponen actuar como activadores de la conciencia o cumplir una función pedagógica en relación a los movimientos sociales; otros, como apuntaladores visuales a su servicio, los que cuajan en imágenes las consignas de la multitud. Se reactiva entre ellos una discusión que data al menos de los radicalismos políticos europeos del XIX: el arte como reflejo de lo real, como invención del porvenir, como visibilización de la letra política. ¿Qué le pidieron los grupos políticos a los artistas cercanos a sus filas a lo largo de este siglo y medio? Que sus obras convenzan, persuadan, propagandicen las ideas, alienten a la acción, sostengan la moral, dejen constancia de las gestas, los mártires, los líderes y los héroes… No fueron pocos los que imaginaron la condición política del arte en otros términos, los que abandonaron la subordinación (la referencia a “la realidad”, al programa coyuntural) y se arriesgaron a proponer un arte que fuese partícipe de la invención de un mundo nuevo.

  

MITO O BANALIDAD

  

Síntoma del boom mediático del arte político, un artículo de tapa del suplemento Ñ de Clarín (12/6/2004), el diario de mayor tirada en Argentina, parte de la premisa de que el arte, al representar la crisis y denunciarla, ha revalorado su poder, olvidado en la década de gobierno de Menem. Sus autores, Battistozzi y Villar, parten de preguntarse: “¿Cómo dan cuenta de esa crisis, con qué lenguajes, con qué recursos y qué expectativas —ya lejos del arte político de los ‘60 y los ‘70— los artistas de la Argentina y el mundo?”. Lo implícito despierta aún más interrogantes. En primer lugar, cuáles serían esos poderes del arte actual; qué capacidades de transformación, representación o invocación se les atribuye y quiénes se las atribuye (¿los sujetos sociales, los propios artistas, los críticos, el público?).

En segundo lugar, por qué se establece como parámetro negativo o contrastante la referencia a los ‘60 / ’70. Si, como dice Nicolás Casullo, lo político y el arte en América Latina en los términos en que se pensaba en esa época sufrió  el “pasaje a una actualidad históricamente in-significante del cambio social”,(5) lo que se desprende es que no puede esperarse del arte ni de la política actuales una voluntad de transformación comparables a la que alentaba aquel tiempo. Por ello, más que distanciamiento de los ‘60 / ’70, en la insistente revisita a los acontecimientos y figuras de esa época se corre el doble riesgo de caer o en la estetización banalizante o en la mitificación acrítica.

¿A qué me refiero? En los ’90 tomó nuevos bríos la disputa por definir el sentido de las diversas recuperaciones del cruce entre vanguardia artística y vanguardia política en los ’60,  en las que predomina una versión estetizante, despolitizada, descontextualizada o recortada del proceso que implicó el itinerario del ’68,(6) del que aísla exclusivamente a Tucumán Arde, la más renombrada obra artístico-política colectiva de la vanguardia argentina. Estas lecturas devuelven o restringen exclusivamente el impacto de dicha obra a la escena artística, y banalizan su dimensión política como un rasgo o un material más.

Si en los años ’90 Tucumán Arde había devenido en pacífica pieza de museo, para el arte político de hoy parece haberse vuelto más bien en un mito,(7) un mito de origen. Un padre intacto ante el que las nuevas prácticas no se rebelan. Un ejemplo: en octubre de 2002, un grupo de jóvenes artistas replicó una acción en homenaje al Che Guevara que había fracasado el 8 de octubre de 1968, que consistía en teñir de rojo el agua de las fuentes importantes de Buenos Aires. En aquel entonces, el operativo de verter la anilina había tenido que lidiar con la represión reinante en la dictadura de Onganía. Los artistas ignoraban que el agua se renovaba todo el tiempo y por lo tanto, el tenue color se diluyó en instantes sin dejar rastros… Esta vez, treinta y cuatro años más tarde, la decadencia del Estado nacional estancó el agua de la fuente de la céntrica Plaza del Congreso en charcos inmóviles y acotados, que lograron ser efectivamente ensangrentados. Aunque ya no se trataba de un homenaje a Guevara (mito por antonomasia), sino que se planteaba como un homenaje a sus homenajeadores del ’68.

La mitificación acarrea que se diluyan o se ignoren las tensiones y conflictos inscriptos en la propia historia del itinerario del ’68, que en parte son similares a los que atraviesan los grupos actuales: las diferencias internas (políticas y estéticas) en el grupo de realizadores, los encontronazos con la vanguardia política y sindical, los límites que les impuso la represión de la dictadura a sus prácticas callejeras, y sobre todo el mandato de la política que los llevó hacia la disolución de la especificidad artística y al abandono del arte…

  

EX ARGENTINA

  

Repasaré una circunstancia reciente que me permite pensar en concreto la deriva de las mencionadas tensiones entre arte y política, historia y presente, y las relecturas de Tucumán Arde y su inscripción en la dialéctica entre la escena local y la internacional.

Iniciado hace un par de años por los artistas alemanes Alice Creischer y Andreas Siekmann, el proyecto Ex Argentina se propuso “representar contextos dominados por el economicismo y conferirles visibilidad artística”. Su polémico nombre alude a la vez a la desintegración del Estado-nación que apareció como un destino obligado en medio de la crisis de diciembre de 2001, y al mismo tiempo a Argentina como “exemplum”, caso testigo del salvaje rumbo del capitalismo que amenaza con extender la crisis a todo el globo, no sólo en la periferia sino también en los países centrales.

Los resultados de su extensa investigación cobraron estado público en la exposición Pasos para huir del trabajo al hacer, que ocupó la monumental sala del subsuelo (1500 metros cuadrados) del prestigioso museo Ludwig, de Colonia (Alemania), desde marzo hasta mayo de 2004, y desde allí continuó (parcialmente) su periplo bajo el nombre Cómo queremos ser gobernados en Barcelona, Miami y otras ciudades.

Ex Argentina fue el escenario en el que confluyeron distintas prácticas de arte y política argentinas y europeas. Entre la treintena de nombres que formaron parte de la muestra, la selección argentina incluyó a colectivos de arte —como el Grupo de Arte Callejero y Etcétera—, al colectivo Situaciones (sociólogos), al Museo del Puerto de Ingeniero White (una institución pública impulsada por una gestión alternativa), a artistas individuales de larga trayectoria (como León Ferrari) o más jóvenes. Los curadores no sólo eligieron entre lo que detectaron que efectivamente se estaba produciendo en el arte local, sino que además encomendaron investigaciones y conformaron equipos ad hoc, como el que integré yo misma junto a Graciela Carnevale, Matthijs de Bruijne y Ana Claudia García para trabajar sobre el archivo de Tucumán Arde (uno de los ejes históricos sobre los que se asienta el proyecto) y de la vanguardia rosarina de los ’60 que conservó Graciela a lo largo de estos años.

De modo que terminé siendo parte del contingente de argentinos que viajamos para colaborar con el montaje de la muestra. Allí pudimos sentir en carne propia las distancias insalvables entre las prácticas de intervención callejeras y su ingreso a la institución artística, mucho más tratándose de semejante museo en un entorno que nos dejaba “fuera de contexto”. No se trata de que hubiésemos sido ingenuos u oportunistas al aceptar participar del proyecto (o quizá sí, pero no solamente), sino que una cuestión de escala escapaba completamente no sólo a nuestra decisión sino incluso a nuestra vista.

Quizá el momento en que se evidenció con mayor crudeza esta distorsión fue el de la inauguración de la muestra. Luego de dos semanas de montaje, los veinte argentinos allí presentes, sin traductor ni invitación a tomar la palabra, quedamos excluidos literal y simbólicamente del acto, fuera del discurso, mientras distintos conferenciantes debatieron en alemán acerca de cómo Ex Argentina se inscribía en los asuntos de la política cultural germana. Fue para mí inevitable la sensación de estar siendo parte del mobiliario exótico del lujoso museo, sin por ello poner en duda las mejores intenciones de los organizadores de la exposición.

La posibilidad de entrar en contacto directo con artistas y activistas europeos fue —creo— el mejor saldo del viaje. También aprender de ellos que las obras más efectivas del conjunto eran justamente las que se habían elaborado especialmente para ese monumental e institucional espacio y no las que documentaban o registraban acciones realizadas en la calle, tanto en Argentina como en Europa. Obras efímeras, coyunturales, de tiza o material desechable, que —sin temerle al panfleto— ponían en tensión su propia inclusión en el museo, de ese museo en particular, donde en 1999 se reunió la cumbre del G8. Justamente, el grupo alemán de los Desocupados Felices montó una gran mesa redonda idéntica a la que había congregado a los presidentes de las naciones más poderosas del mundo, adonde convidaron exclusivamente a artistas argentinos y a desocupados de cualquier nacionalidad (dejando fuera sponsors, funcionarios, patronales culturales y políticos progresistas), a un banquete la noche antes de que la muestra abriera sus puertas. Quedaron —para el público— los platos sucios, las copas vacías, las inscripciones sobre el mantel, el olor agrio de las sobras.

Entre los trabajos presentados por los argentinos el container naranja de Hamburg Süd que bloqueaba casi por completo la escalera de acceso a la muestra era el espacio de la sutil instalación del Museo del Puerto: el recipiente empleado habitualmente para exportar veinticuatro toneladas de trigo contenía las historias pequeñas de los pobladores cuyas gallinas sobreviven de los pocos granos que los camiones dejan caer a la vera del camino.

En cambio, los registros de acciones callejeras (en video, fotos, afiches) llegaban a traslucir  poco del impacto que provocaron en su origen. El ingreso al museo congelaba en un documento lo que minutos antes había sido acción.  Reponer un contexto tan específico como el de los escraches a represores o el de las revueltas de diciembre de 2001 resultaba una tarea ímproba. Al mismo tiempo, los grupos argentinos que se propusieron realizar acotadas acciones callejeras en la próspera Colonia se encontraron con barreras culturales difíciles de trasponer.

No se trata, por cierto, de responsabilizar a nadie, sino de pensar —como me señaló Marcelo Expósito luego de leer una primera versión de este balance— en la “cuestión de nuestra incapacidad a veces para producir formatos eficaces de intervención política en el seno de la institución, o para ‘presentar’ procesos políticos ‘externos’ a la institución, en un formato exposición”.(8) Jorge Ribalta fue más enfático: “no hay un afuera de la institucionalización”.

La cuestión es cómo nos instalamos dentro de ella. […] Las instituciones no están al margen de las luchas políticas, son igualmente un terreno de conflicto y no simplemente un terreno de neutralización del conflicto”.(9) Yo creo que sí hay un afuera —y en el contexto argentino aparece como algo evidente— pero que ello no implica transpolar el afuera al adentro, ni abandonar necesariamente uno de los dos espacios, con sus reglas específicas, sus distintos públicos, sus potencialidades.

En la presentación del extenso catálogo del proyecto Ex Argentina en el Instituto Goethe (Buenos Aires), el poeta Sergio Raimondi llamó la atención sobre la apariencia homogénea, sólida y sin fisuras que se desprendía del libro, cuando en verdad estábamos ante un conjunto de prácticas menos compactas en las que se podía marcar tensiones y quiebres (entre el alemán y el español, entre el discurso curatorial de la guía de recorrido y los discursos que cada obra enuncia por sí misma). Esas distancias entre el acá y el allá se corren de la pretensión de universalidad: todos hacemos arte político, todos conocemos la historia del arte universal y sus paradigmas en boga, pero nos apropiamos de esos legados a partir de diferentes recorridos, marcas particulares que señalan historias y presentes distintos. Otro poeta, el alemán Timo Berger, también invitado a Ex Argentina, propone una observación acerca de la Bienal de Berlín que podría hacerse extensiva a este y otros casos: “el lenguaje empleado por los artistas y los curadores es un idioma que amortigua el impulso político inicial […] e impone a los fenómenos a veces completamente distintos, su patrón conceptual”.(10)

Por otra parte, la búsqueda de una bella forma, equilibrada y  prolija en el montaje en Colonia fue parámetro explícito de la curatoría. La opción por dejar que la imagen sola componga un relato visual fue evidente en el prolijo recorrido de las fotos seleccionadas para representar a Tucumán Arde. ¿Qué podrá haber desprendido un visitante atento de ese conjunto de imágenes? A lo sumo: “fotos de los ’60,  en algún país tercermundista, donde se ve gente pobre hablando con gente que no lo es tanto, y luego cartelones políticos y publicitarios”. Pero, ¿es posible  reponer en una muestra la complejidad de las operaciones con los medios masivos y los vínculos con el sindicalismo combativo que implicó aquella realización de 1968? Todavía me pregunto si hay alguna otra forma de exponer Tucumán Arde hoy que no parta de admitir que la obra como tal (en tanto proceso situado en una trama histórica particular) no existe ni puede volver a existir. Sólo queda partir de que se trata de un documento histórico, y reponerle un contexto preciso. Aunque el desafío quizá sea volver sobre sí misma la capacidad desmitificadora de Tucumán Arde, que pretendía erigirse como un contradiscurso contra la versión oficial sobre la crisis tucumana. Ello implica un movimiento similar al que propone Hal Foster;(11) cuando defiende la capacidad crítica de la neovanguardia frente a las críticas lapidarias de Peter Bürger, que la condena a un inexorable fracaso. Foster, en cambio, sostiene que una zona del arte de los ‘60 no ha perdido su sentido crítico, en tanto tiene la función de “comprender” pero no “completar” el proyecto de la vanguardia original. Comprender y no completar Tucumán Arde, reactivar su sustrato utópico, su tremendo ímpetu inaugural sobre nuestro tiempo, ¿será ese el camino para desmitificarlo?

En referencia al presente, Timo Berger acuña la imagen de un “arte político sin dientes” que “no ataca el antiguo nexo real entre el arte y la representación” y descuida las búsquedas de revolución formal. Roberto Jacoby (hacedor de Tucumán Arde, entre otras varias cosas) le responde que más que una cuestión de forma y fondo el debate actual debiera pasar por qué es actualmente hacer arte y política. Su perspectiva vuelve a poner en cuestión la noción de arte autónomo: “lo más político hoy es buscar nuevas formas de vida” y en ello incursiona el mismo Jacoby —entre otros— en sus últimos proyectos: Proyecto Venus y ZAT (Zona Temporalmente Autónoma).(12)

El debate sobre el lugar de la política en el arte, el del arte en la política, sus mutuas reformulaciones y corrimientos, continúa. Y con las masivas repercusiones públicas que alcanzó la muestra de León Ferrari en diciembre de 2004 se abre un nuevo capítulo en Argentina: una exposición retrospectiva del más importante artista argentino contemporáneo (activo desde los años ’50 y también uno de los realizadores de Tucumán Arde) logró instalar una discusión pública intensísima que excedió largamente el campo artístico e involucró al poder político, al poder judicial, a la Iglesia y —claro— a los medios masivos. Lo cierto es que, durante un par de meses, infinidad de personas que jamás se interesaron por asuntos artísticos se acercaron y aguardaron horas para ingresar a la muestra o siquiera prestaron atención a esas provocativas imágenes que tomaban drástica posición sobre la injerencia de la Iglesia en los asuntos de Estado, y señalan no sólo la responsabilidad de la jerarquía eclesiástica en la represión de la última dictadura, sino también la responsabilidad del arte occidental en la condena y persecución del catolicismo a los que no se ajustan a su ley.(13)

Notas

1. Brian Holmes, “El poker mentiroso”, en Brumaria, nº 2, Madrid, 2003.

2. Modalidad de protesta que desde fines de los años ’90 impulsan los Hijos de detenidos-desaparecidos y otros organismos, para lograr la “condena social” a los represores de la última dictadura dejados en libertad o directamente no juzgados, a partir de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y del decreto de indulto otorgado por Menem. El escrache da a conocer la identidad del represor, su rostro, su dirección, y sobre todo sus antecedentes represivos, entre los vecinos con los que convive o aquellos con quienes trabaja (habitualmente reciclado en empresas de seguridad privadas), que ignoran su prontuario.

3. Recurso de lucha frecuente de los trabajadores desempleados y sus familias, que consiste en interrumpir la circulación de rutas, avenidas y caminos con los propios cuerpos de los manifestantes y la quema de viejas llantas de automóvil.

4. José Fernández Vega, “Variedades de lo mismo y de lo otro”, en Multiplicidad, Malba – Proyecto Venus, Buenos Aires, mayo de 2003.

5. Nicolás Casullo, “Vanguardias políticas de los ’60: marcas, destinos, críticas”, en Revista de Crítica Cultural, nº 28, Santiago de Chile, junio de 2004.

6. Llamamos “itinerario del ‘68” a la secuencia de acciones y definiciones que la vanguardia artística argentina protagoniza a lo largo de ese año, y que culminan en la renombrada Tucumán Arde. V. Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2000.

7. En el sentido de Roland Barthes en Mitologías, México, Siglo XXI, 1991.

8. Correspondencia con la autora, febrero de 2005.

9. Ibid.

10. Timo Berger, “La Biennale der Berlin expone ‘arte político’ sin dientes”, Ramona 40, mayo de 2004.

11. Hal Foster, The Return of the Real, Cambridge, Mass. – Londres, The MIT Press, 1996.

12. Timo Berger, op. cit., y Roberto Jacoby , “Arte rosa light y arte rosa Luxemburgo en el ambiente berlinés”, ambas notas en Ramona, nº 40, mayo de 2004.

13. No pueden obviarse las tremendas presiones (juicios, clausuras, agresiones y amenazas) que debieron soportar el artista y su familia, que condujeron al levantamiento anticipado de la exposición.

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